Friday, March 8, 2013

La muerte del caudillo


La muerte de un líder está entre los más duros golpes que la vida nos depara. Algunas personas nunca se recuperan de la muerte de un líder carismático y querido, y se pasan el resto de su vida suspirando por el héroe como el enamorado fiel y amoroso. Recordemos la única frase feliz que produjo Tomás Borge, cuando le dijeron que Carlos Fonseca había muerto: “Carlos Fonseca es de los muertos que nunca mueren”. Aunque Fonseca esté muerto y olvidado por la dictadura Orteguista la frase es certera. Así es la inmortalidad del Che Guevara o de Eva Perón, la inmortalidad de Augusto César Sandino o Jorge Eliécer Gaitán. La inmortalidad del caudillo está ligada a su desaparición temprana y repentina. Por eso un caudillo como Fidel Castro, en su tiempo el líder más importante de América Latina, ha pasado ahora a ser un patriarca senil y anacrónico. Nada peor le puede pasar a un caudillo que sobrevivirse a sí mismo.

Los grandes líderes son importantes porque articulan los sueños de un pueblo, le dan forma a los deseos de la población, y hacen que esos sueños sean posibles. Cada pueblo tiene sus sueños y en cada pueblo hay una mitografía que nadie puede quitarle. Tenemos una idea de lo que fuimos y tenemos nociones de lo que queremos ser, pero son los líderes los que convierten esas nociones en proyectos de nación. Son los líderes los que hacen posible lo imposible. Los que nos permiten creer que sí se puede, que lo vamos a lograr, que el futuro nos depara algo mejor que este horrible presente, y que el enemigo poderoso es derrotable y vencible.

Hay líderes que nunca mueren y viven para siempre en la memoria de su pueblo. Otros caen en desgracia por su ambición desmedida, su corrupción o sus crímenes: es el caso de los dos Anastasio Somoza o de Arnoldo Alemán, de Juan Domingo Perón o de Venustiano Carranza. Hugo Chávez Frías quedará entre los líderes que nunca mueren. Tanto en Venezuela, donde el día en que se anunció su muerte alcanzó estatura mítica, como en el ámbito Latinoamericano, donde con el correr de los años entrará en el panteón de los grandes libertadores gracias su propio discurso, y al discurso panegirista de sus amigos y protegidos, al lado de Bolívar, Martí, Juárez, Guevara, y Sandino. Ahora Chávez descansará embalsamado y hierático, en el catafalco inefable del Museo de la Revolución. Nada puede ser más triste para un líder que terminar como oxidada pieza de museo.



Hay mucho dolor en Nicaragua porque ha muerto el líder de la revolución bolivariana. Nadie como él podía convocar los poderes y las obras, el apoyo económico, la fortaleza ideológica, la energía y el optimismo del socialismo del siglo XXI. Los líderes que tenemos actualmente en Nicaragua carecen de esos atributos, no tiene carisma, les falta fuerza y energía, no tienen ideas nuevas que inspiren a la población, y no tienen los recursos de que disponía Chávez. Al dolor por la muerte del Comandante hay que sumar la preocupación por el futuro de la economía nicaragüense. No sabemos si continuarán las remesas de petróleo que Chávez enviaba y que Ortega utiliza a su gusto y antojo, sin rendir cuentas a nadie ni presentar un presupuesto nacional, sin rendir informe a la Asamblea ni acatar la Constitución. Hay mucha preocupación en Managua y en La Habana, aún entre los que no comulgan con los gobernantes, ya que el sistema de manutención a cuenta del erario venezolano está en peligro, y sin esa ayuda las aparentemente estables economías de los dos países se desmoronarían como castillos de naipes.

Estamos ante la primera gran pérdida del siglo XXI en América Latina. Siempre pensé que el primero en morir sería Fidel Castro quien agoniza desde hace años. Como dictador longevo su muerte ya no sería simbólica, y sin embargo fue su hijo Hugo, muerto a los 58 años, después de haberse dado por muerto infinidad de veces, después de sorprendernos por la forma en que revivió en la campaña, después de morir y resucitar varias veces, finalmente parece que ha muerto. Nadie se hubiera imaginado que Hugo Chávez iba morir tan pronto. Hugo el revolucionario, el patriarca del pueblo que lo sigue a ciegas, que se convierte en él por medio de la consigna “Todo somos Hugo”. Hugo el sacerdote a cuyo mausoleo acudirán ahora los feligreses del socialismo, de rodillas, a tocar la piedra milagrosa de su tumba, como los feligreses de hinojos se arrastran hasta la ermita de Lourdes.

¡Siete días de duelo nacional!. ¡No, nueve días para el gran comandante de la revolución bolivariana! Después de tantos discursos inagotables, después de tantas mentiras y tantas abluciones, el pueblo venezolano tiene que soportar nueve días de duelo nacional. Como en los servicios evangélicos de la televisión, agarrémonos de manos y lloremos por la muerte del caudillo. Las cámaras nos enfocan. ¡Nada es más importante que la muerte del líder inmarcesible!. Las luces se encienden y preparémonos para la acción. Uno a uno todos amémonos en este encuentro sacrificial, ya que la muerte del caudillo nos une como nada, y gracias a ello podremos ser un nuevo país. Los camaradas claman, el compañero Maduro llora. ¡Nadie podrá decirnos que no fuimos!, ¡Nadie podrá retenernos en la aurora de la revolución! Siete, no perdón, nueve días de duelo nacional para consolidar la mitificación del caudillo latinoamericano. Baja el telón.




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